13 Dic 2011 - Enlace
Lo excepcional es que ya hace un tiempo James Simons observó que su hija mejoraba cuando tenía fiebre. Durante unos días le miraba a los ojos, hablaba más, y sufría menos movimientos descontrolados característicos de la enfermedad. Resultó que no era el único caso. Muchos padres habían notado disminución de los síntomas en sus hijos autistas durante procesos febriles. La confirmación a esta extraña relación llegó en diciembre de 2007, cuando epidemiólogos de la Johns Hopkins School of Public Health publicaron un estudio clínicoratificando que efectivamente; sin conocer todavía por qué mecanismo, pero la subida de temperatura corporal atenuaba los síntomas del autismo.
Esto significó una pequeña revolución en la comunidad de investigadores en autismo, y nuevas expectativas en las asociaciones de familiares: la relación podría esconder un posible tratamiento. James Simons se tiró de cabeza: fundó la Simons Foundation para el estudio del autismo, y empezó a financiar líneas de investigación para entender porqué la fiebre mejoraba los síntomas de autismo, y si el mecanismo podría ser utilizado de manera terapéutica. “Tengo más proyectos, pero mi jefe siempre dice que éste es prioritario y debemos ir sacando resultados –no obligatoriamente positivos- porque si no el señor Simons nos corta el presupuesto”, explica Marian tras inyectar extracto de bacterias en sus ratones autistas.
Su hipótesis de trabajo nace de la segunda revolución en la asociación fiebre-autismo: en 2009 los científicos Mark Mehler y Dominick Purpura del Albert Einstein College of Medicine en NY publicaron una hipótesis muy prometedora: hay un área de nuestro cerebro llamada sistema locus coeruleus-noradrenergic (LC-NA) que está involucrada en la regulación de la temperatura corporal, y cuya desregulación también se ha asociado a los cambios conductuales asociados al autismo. La sospecha era que la fiebre modulaba la actividad de dicha área, la activaba de manera transitoria e indirectamente mejoraba los síntomas del autismo. La publicación no era artículo científico con resultados experimentales, sino una interesantísima y sólida hipótesis de trabajo inicial, que venía avalada por muchos otros datos conocidos sobre el trastorno. Varios grupos de investigación empezaron líneas de trabajo en esta dirección. Entre ellos el de la vasca Marian Mellén.
“Lo más difícil es conseguir que los ratones autistas tengan interés en reproducirse”
Es domingo 11 de diciembre del 2011. Son las diez y media de la noche y Marian está inyectando un lipopolisacárido extraído de bacterias en el abdomen de sus ratoncitos autistas. A la hora ya tendrán fiebre. A la mañana siguiente Marian los sacrificará, extraerá el trocito de cerebro que le interesa (en esta ocasión justo el sistema coeruleus-noradrenérgico), seleccionará el tipo celular que quiere analizar (en este caso células noradrenérgicas), purificará los ribosomas, extraerá de ellos el ARN mensajero, y lo secuenciará entero para construir el transcriptoma. Con ello verá qué genes se estaban expresando, lo comparará con otros ratones autistas a los que sólo les inyectó suero y no desarrollaron fiebre, y analizará cual de sus tres hipótesis de trabajo encaja mejor.
Construir ratones autistas tiene su intríngulis. Inicialmente se generan mutando de manera dirigida genes específicos asociados a autismo en humanos. Cuando nacen las crías observan cuáles muestran menos apego a sus madres, no emiten tantos sonidos, suelen moverse pegadas a las paredes frotándose en ellas, y no tienen ningún interés en explorar su entorno cuando las meten en jaulas nuevas con otros ratones. Esos son los autistas, y los que Marian irá reproduciendo, seleccionando de nuevo, y utilizando en sus experimentos. “Lo más complejo es conseguir que se apareen”, me cuenta Marian mientras comprueba el estado de una hembra embarazada, “metes un macho y hembra autistas en una jaula, y no muestran el mínimo interés en reproducirse”.
Las tres hipótesis que baraja Marian Mellén para explicar cómo puede la fiebre mejorar los síntomas del autismo son: a) No es la temperatura en sí: la infección genera una respuesta inmune y neuroinflamación que genera una cascada se señalizaciones celulares y activa sistemas desregulados por el autismo. b) El estado febril implica una serie de cambios epigenéticos en la expresión de genes implicados en el autismo (para analizar esto además del transcriptoma también extrae ADN nuclear y secuencia el epigenoma). c) Es la temperatura: las áreas del cerebro que se activan como respuesta a la subida de la temperatura corporal influyen en la mejora de los síntomas.
Esta última hipótesis es la más esperanzadora para familiares, y la que daría un vuelco más importante al estudio de la enfermedad. Primero porque sería bastante fácil diseñar terapias no invasivas para tratar síntomas, y segundo porque podría implicar un cambio conceptual en el trastorno: algunas alteraciones conductuales no serían consecuencia directa de un fallo básico en el sistema, sino más bien fruto de una desregulación. Y si es desregulación, se podría modular más fácilmente. Marian explica que tanto su jefe Nathaniel Heinz como Jim Simons están expectantes ante esta posibilidad, y que de confirmarse sería un verdadero bombazo. De momento, más allá de lo que concluya tras analizar en detalle un número significativo de transcriptomas, Marian sí observa que sus ratones autistas muestran comportamientos más atenuados horas después de inducirles fiebre. Es pronto todavía. El tiempo y los experimentos tendrán la última palabra.
Cotilleo científico
Medianamente relacionado con el tema, no puedo evitar explicar lo que me contaron hace unas semanas en el congreso de la Society for Neuroscience en Washington DC.
Un neurocientífico amigo me dijo que una vecina de su labo tenía resultados espectaculares suministrando a ratones autistas un fármaco ya existente recetado para otra enfermedad. Se ve que efectivamente son datos buenísimos. Están perfilando detalles para publicarlos, pero ya los han presentado de manera preliminar en un par de congresos.
Pues bien; se ve que a estos congresos técnicos suelen acudir familiares de niños autistas. Y uno de ellos, médico, probó directamente ese fármaco en su hijo. Es una actividad que conlleva un enorme riesgo, posiblemente ilegal, absolutamente desaconsejable, y que podría haber terminado de manera fatal. Pero al tiempo se dirigió a la investigadora para explicarle que su hijo había mejorado ostensiblemente. Es un caso aislado, que no permite sacar conclusiones, peligroso, y que bien podría tratarse de una exageración. Pero estas cosas que no aparecen en los artículos científicos también forman parte del mundo de la ciencia; más allá de lo que se queda en los laboratorios.
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